Cuando
naces, al ser tan pequeño y tan indefenso como eres, la naturaleza
sabia, de normal te provee de seis báculos que te sustentan; cuatro
de ellos, lejanos en años pero cercanos en mente, te miran con
sonrisa franca, con sus manos curtidas, y tratan de inculcarte a
través de su paciencia la sabiduría de sus labios.
Los otros dos báculos, más inexpertos, más jóvenes, más maravillados, con más sueños y que incluso te ha tenido en su vientre, te miran con ojos de grandes esperanzas, anhelando en ti tantas cosas, que no se permiten lo primero.
Sea que uno crece, y al crecer, te privan de ellos, no teniendo quizá la necesidad de más, los báculos van yéndose quedos, al leve son de la propia vida. Los primeros, los báculos más añejos, por años y derecho, te dejan para poder descansar, y puede ser que anhelen en su cariño haberte dejado todo aquello que querían darte, y que en el orden en que descansasteis citaré por vosotros y vuestra memoria.
Fue tu fuerza de voluntad, abuela, que incluso con un cáncer me inculcaste siendo yo un niño, y con la que iluminabas una habitación incluso en tus momentos más duros; tu arte y sensibilidad abuelo, con el que adornabas de tus letras a tus palabras, tus cuadros y tu poesía; tu bondad, abuela, que te hacía anteponer a los demás a ti misma de forma como no conocí igual en mi vida; y tu robustez y sabiduría, abuelo, que te hizo un hombre que parecía de hierro incluso en la vejez, pero siempre con una sonrisa, y sin escuchar nunca siquiera una voz de ti.
Habéis descansado, todos estáis en descanso ya. Pero siempre estaréis en mi.
De vuestro nieto, que os quiere.